Ayahuasca

25 de diciembre de 2016

Govinda y Siddhartha

Mientras Govinda discurría agitando en su corazón los pensamientos más contradictorios, volvió a inclinarse hacia Siddhartha, impulsado por el afecto. 

-Siddharta -le dijo-, nos hemos hecho viejos. Difícilmente en esta vida volveremos a encontrarnos. Veo, querido amigo, que has encontrado la paz. Yo confieso no haberla conseguido. ¡Dime una palabra más, venerable!  ¡Dame algo para el camino, algo que pueda entender y comprender! Concédeme algo para ese camino. Frecuentemente mi marcha es difícil y sombría, Siddharta.

Siddharta no pronunció palabra; le miró con sonrisa tranquila, siempre igual. Govinda clavó su vista fijamente en su rostro, con temor, con anhelo. El sufrimiento y la eterna búsqueda se leían en su mirada, el sufrimiento del que nunca encuentra.

Siddharta le observó y sonrió.

- ¡ Inclínate hacia mí! - susurró al oído de Govinda -. ¡ Acércate a mí! ¡Así, más cerca! ¡Muy cerca! Y 
ahora, ¡besa mi frente, Govinda!page56image888

Y sucedió algo maravilloso mientras Govinda obedecía sus palabras, entre un presentimiento y el amor que le atraía: se le acercó mucho y rozó su frente con los labios. Todo ocurrió mientras sus pensamientos se ocupaban todavía de las extrañas palabras de Siddharta, mientras se esforzaba aún por quitar el tiempo en vano y con resistencia de sus pensamientos, y de imaginarse el nirvana y samsara como una misma cosa, a la vez que sentía desprecio por las palabras de su amigo y luchaba en su interior con un enorme respeto y amor. Así fue.

Ya no contemplaba el rostro de su amigo Siddharta, sino que veía otras caras, muchas, una larga hilera, un río de rostros, de centenares, de miles de facciones; todas venían y pasaban, y sin embargo, parecía que todas desfilaban a la vez, que se renovaban continuamente, y que al mismo tiempo eran Siddharta. Observó la cara de un pez, de una carpa, con la boca abierta por un inmenso dolor, de un pez moribundo, con los ojos sin vida..., vio la cara de un niño recién nacido, encarnada y llena de arrugas, a punto de echarse a llorar..., divisó el rostro de un asesino, le acechó mientras hundía un cuchillo en el cuerpo de una persona..., y al instante vislumbró a este criminal arrodillado y maniatado, y cómo el verdugo le decapitó con un golpe de espada..., distinguió los cuerpos de hombres y mujeres desnudos y en posturas de lucha, en un amor frenético..., entrevió cadáveres quietos, fríos, vacíos..., reparó en cabezas de animales, de jabalíes, de cocodrilos, de elefantes, de toros, de pájaros..., observó a los dioses, reconoció a Krishna y a Agni..., captó todas estas figuras y rostros en mil relaciones entre ellos, cada una en ayuda de la otra, amando, odiando, destruyendo y creando de nuevo. Cada figura era un querer morir, una confesión apasionada y dolorosa del carácter transitorio; pero ninguna moría, sólo cambiaban, siempre volvían a nacer con otro rostro nuevo, pero sin tiempo entre cara y cara... Y todas estas figuras descansaban, corrían, se creaban, flotaban, se reunían, y encima de todas ellas se mantenía continuamente algo débil, sin sustancia, pero a la vez existente, como un cristal fino o como hielo, como una piel transparente, una cáscara, un recipiente, un molde o una máscara de agua; y esa máscara sonreía, y se trataba del rostro sonriente de Siddharta, el que Govinda rozaba con sus labios en aquel momento. Así vio Govinda esa sonrisa de la máscara, la sonrisa de la unidad por encima de las figuras, la sonrisa de la simultaneidad sobre las mil muertes y nacimientos; esa sonrisa de Siddharta era exactamente la misma del buda, serena, fina, impenetrable, quizá bondadosa, acaso irónica, siempre inteligente y múltiple, la sonrisa de Gotama que había contemplado cien veces con profundo respeto. Govinda lo sabía: así sonríen los que han alcanzado la perfección.

Sin saber si existía el tiempo, si había pasado un segundo o cien años, desconociendo si eran realidad un Gotama, un Siddharta, si vivía el yo y el tú, alcanzado su interior por una flecha divina cuya herida es dulce, encantado y roto su corazón..., Govinda permaneció todavía un tiempo inclinado sobre el rostro bronceado de Siddharta, el que besara hacía un momento, el que fuera escenario de todas las transformaciones, de todos los orígenes, de todo lo existente. El rostro de Siddharta no había cambiado tras cerrarse en su superficie la profundidad y la multiplicidad; sonreía serena, suavemente, quizá muy bondadoso, acaso irónico, exactamente como había sonreído el majestuoso.

Govinda se inclinó profundamente: las lágrimas rodaron por sus mejillas arrugadas, sin que él siquiera lo notara; sintió como fuego su más profundo amor, su más modesta veneración en el alma. Se inclinó ante Siddharta casi hasta el suelo; Siddharta permanecía sentado, sin moverse, y su sonrisa recordaba que jamás había amado, que nunca en la vida había tenido algo que considerase valioso y sagrado. 


Siddhartha, Hermann Hesse