Ayahuasca

17 de diciembre de 2015

Continuación y final de la historia de Kaametza y Narowe que no tiene final

Lo primero que miró Narowé al desprenderse de la nada fue a Kaametza, fue todo, el sol, mirándolo. Pero eso pasó dentro de su ánima, detrás de su primera sensación, detrás de su primer conocimiento, bajo su corazón. Porque afuera, alrededor de donde ellos se encontraban y encima, todo el mundo era sombra. Ya Pachakamaite había creado la luna y las estrellas pero no les había concedido aún el oficio de alumbrar. Todo era color de noche muerta, piel de noche cerrada. Y el tiempo, torrente sin cauce ni dirección, absoluto y eterno.

Narowé sin embargo vio a Kaametza, la pudo distinguir bien claro, nítida y ahí nomás se levantó hacia ella y ella lo recibió sabiendo todo. Lo dejó entrar, abriéndose. Así como el río Inuya penetra al río Urubamba, así entro Narowé sonando fuertemente, todas las tempestades de su cuerpo fundidas dentro de una fervorosa corriente yendo hacia atrás, mintiendo, regresandoinsistiendo. Lo mismo que el Inuya. Y Kaametza fue cielo, se hizo cielo para que el sol nacido de su cuerpo, ascendido y ardido por su cuerpo entre dos mediodías, consiguiera retornar y volver a caer hacia el crepúsculo mezclando su luz blanca con la sangre del cielo. Abrazados, mejor que obedeciéndose, Kaametza y Narowé fabricaron la vida, pegaron la existencia con goma fulgurante y sangrante, y todo limpio, todo sin fronteras, la plenitud de sus cuerpos como lenguas recorriéndose en una sola miel honda y salada.

Sobre la sangre del otorongo negro, revolcándose en un mismo vértigo despacioso, conocieron el amor. Sobre esa sangre todavía caliente, ahí fue que se amaron. Descubrieron sus cuerpos y el fuego y la tristeza de los cuerpos, y el vacío, no la primera ceniza sino esa otra que ofende después de los incendios, y el silencio, y la idea de lo inevitable, de la muerte que habita en todo lo que vive, todo lo descubrieron.

Así, al menos, me lo contó Inganíteri. Y dijo que Kaametza y Narowé llegaron juntos, juntos, al placer. Y que cuando gozaron, exactamente en el instante en que ambos gozaron, ahí fue que en el mundo se inventó la luz.

-Del primer goce del primer amor nació la luz, sobre toda la tierra se hizo la luz -me dice don Javier.

-Kaametza y Narowe hicieron la luz al hacer el amor, así fundaroon la nación ashaninka, nuestra primera humanidad, el pueblo campa.

Te será concedido conocer la verdad, la mentirosa cara de la verdad y la verdad sin tiempo. Verás las tres orillas. El resplandor y la sombra de la sangre del tiempo, del tiempo que a la vez es uno y todos...

Con voz extraña me habla don Javier, como si otra persona lo habitara de antiguo y hoy saliera sonando por su boca clausurada.

-Ahora sí ya es tiempo, puedo confiarte el resto de la historia que me contó mi compadre campa Inganíteri. Y tú, ahora sí, puedes oírla... Volvamos junto a Kaametza, en donde la dejamos. No. Mejor vámonos en busca de su esposo, el primer hombre, el que su cuerpo dio a luz por primera vez. Él requiere más que nadie de esperanza y de compañía. Y te contaré por qué. Sabrás en qué momento y por cuáles motivos se volvió inconsolable aquel que antes sólo supo ser dichoso: Narowé...

-Se hizo, pues, la luz- prosigue don Javier con voz ajena-. Del placer compartido fue que nació la luz. Y el sol, el Padre Inti, nació junto con la Luna, la Madre Killa, en una sola luz: Intikilla, y junto con las estrellas. Porque en ese primer entonces el día y la noche vivían dentro de un único uno, no había diferencia, de día era y de noche era al mismo tiempo. Y en el medio: Kaametza y Narowé, felices. Hasta que pasó lo que pasó. Narowé despertó y no encontró a Kaametza. En su despertar no la encontró. Volvió a dormirse. Pero tampoco la encontró en su sueño. Y despertó otra vez. Y otra vez se durmió. Y volvió a dormir y a despertar hasta que su vigilia fue su sueño, su más único sueño, Intikilla, y ambos eran desiertos ante los ojos de su corazón. A la sombra de aquella pomarrosa soñó que despertaba y la pomarrosa no tuvo más sombra para él: ya Kaametza no estaba. La pomarrosa sola, sin soledad siquiera, se regresó a ceniza. Igual que cuando todavía no había nacido, todo se volvió sombra, polvo de sombra fría frente al alma sin párpados de Narowé. Su propio cuerpo retorno a cuchillo de hueso de ceniza. Narowé miró el cielo. También el cielo regresó a ceniza. Miró pájaros, pajonales, ríos, piedras, y piedras y ríos y pajonales y pájaros se volvieron ceniza. Pero eso sucedía solamente en su sueño. En su vigilia era peor: el mundo proseguía sin Kaametza.

En lugar de Kaametza el mundo sólo miró una huella larga. Y Narowé se abalanzó, fue un desespero desoriéntandose entre la maraña de mentiras, de ausencia, de senderos fangosos. Cuatro siglos anduve sin poder encontrarlo. Cuando ya me creía despoblado, el esposo sin esposa surgió detrás de mí. Algo como un reproche manaba de sus ojos, entendí que era lástima. Pues yo no avanzaba, atolondrándome, en verdad no avanzaba. No iba ni en su busca ni en busca de nadie. Estaba huyendo. Huyendo de mi sombra, de mí mismo, del primer miedo, de esa inútil lluvia.

-Cuando Narowé despertó sin Kaametza, el día se separó de la noche. Y Narowé conoció la soledad. Luego de la segunda soledad conoció la cólera. Y cuando fue inaugurado por la rabia fabricó el primer arco y la primera flecha. Y de un solo flechazo derribó a la luna, a la primera luna que tuvo nuestro mundo, porque tú has de saber que la que ahora vemos es la cuarta luna que acompaña a la Tierra. La luna entonces era un tronco hueco. Narowé la derribó y comenzó a golpearla con un palo. Y la luna sonó, retumbó fuerte, lejos, bajo la furia de Narowé reclamando a Kaametza e invocando venganzas. Y pasó el tiempo en vano. Ahí fue que el tiempo se amansó y dividió. El tiempo pasó en vano y nadie respondió a Narowé. Y Narowé conoció el sabor de las lágrimas. La pena conoció. De pena, de abandono, se puso a llorar y a maldecir sin término. Cuando las dos ánimas de su rostro se secaron, ya Narowé se encontraba en el fondo de un insondable río. Así fue, y no de otra manera, que nació el Amazonas. "De los párpados huérfanos de nuestro padre brotó el río Amazonas..."

Y don Javier, por fin con voz que reconozco:

-Ahora mismo se halla Narowé, en el fondo del río, rascando las crecientes, los desbordes, perdonando a la luna, musitando. Porque la verdadera luna continúa en el fondo del río-mar, abajo. Y esa otra que vemos en el cielo no es sino su reflejo...



Las tres mitades de Ino Moxo y otros brujos de la Amazonía. Cesar Calvo. 
Editorial  Peisa.  Reedición de 2011.

(Pintura de Oleg Gurenkov)