Ayahuasca

14 de agosto de 2013

La Gran Corriente - Alan Watts

Parecemos moscas que han caído en un recipiente con miel. Como la vida es dulce, no queremos abandonarla, pero cuanto más participamos en ella, tanto más atrapados, limitados y frustrados nos sentimos. La amamos y la odiamos al mismo tiempo. Nos enamoramos de otros seres y de las posesiones sólo para que nos torture la inquietud que nos producen. El conflicto no es sólo entre nosotros y el universo circundante, sino entre nosotros mismos, pues la naturaleza intratable está tanto en nuestro alrededor como dentro de nosotros. La «vida» exasperante que es a la vez digna de afecto y perecedera, agradable y dolorosa, una bendición y una maldición, es también la vida de nuestros cuerpos. 

Es como si estuviéramos divididos en dos partes. Por un lado esta el «Yo» consciente, a la vez intrigado y desconcertado, la criatura capturada en la trampa. Por otro lado está el «yo», que es una parte de la naturaleza, la carne caprichosa con todas sus limitaciones concurrentes de belleza y frustración. El «Yo» se cree un individuo razonable y critica siempre al «yo» por su perversidad, por tener pasiones que le crean problemas al «Yo», por estar sujeto tan fácilmente a enfermedades dolorosas e irritantes, por tener órganos que se desgastan y apetitos que nunca se pueden satisfacer, diseñados de tal modo que si uno trata de saciarlos plenamente, con una especie de «golpe» definitivo, se enferma. 

Quizá lo más exasperante del «yo», de la naturaleza y el universo, es que nunca se quedan «quietos». Es como una mujer bella a la que nunca cogerán, y cuyo encanto radica en su misma naturaleza huidiza, pues el carácter perecedero y mudable del mundo forma parte de su vivacidad y su encanto. Por este motivo los poetas suelen alcanzar altas cotas de lirismo cuando hablan del cambio, de la «transitoriedad de la vida humana». La belleza de esa poesía radica en algo más que en una nota de nostalgia que produce un nudo en la garganta: 


Ya han terminado nuestras francachelas. Estos actores nuestros,
Como te predije, eran todos ellos espíritus, y,
Se han fundido en el aire, en la atmósfera tenue:
Y, como el tejido infundado de esta visión,
Las torres nimbadas de nubes, los magníficos palacios, Los templos solemnes, el gran globo en sí,
Sí, todo cuanto hereda, se disolverá,
Y, como este insustancial espectáculo desvanecido,
No dejará detrás un solo vestigio.

¿No es, entonces, una extraña incongruencia y una paradoja antinatural que el «Yo» se resista al cambio en «yo» y en el universo circundante? Pues el cambio no es simplemente una fuerza de destrucción. Toda forma es realmente una pauta de movimiento, y todo ser vivo es como el río, el cual, si no fluyen, nunca podría desembocar. La vida y la muerte no son dos fuerzas opuestas, sino simplemente dos maneras de contemplar la misma fuerza, pues el movimiento del cambio es tanto el constructor como el destructor. El cuerpo humano vive porque es un complejo de movimientos, de circulación, respiración y digestión. Resistirse al cambio, tratar de aferrarse a la vida, es, pues, como retener el aliento: si persistes, te matas.


Al pensar en nosotros mismos como divididos en «Yo» y «yo», olvidamos fácilmente que la conciencia también vive porque se mueve. Es tanto una parte y un producto de la corriente de cambio como el cuerpo y todo el mundo natural. Si lo consideras cuidadosamente, verás que la conciencia —eso que llamamos «Yo» — es en realidad una corriente de experiencias, sensaciones, pensamientos y sentimientos en constante movimiento, pero debido a que estas experiencias incluyen los recuerdos, tenemos la impresión de que «Yo» es algo sólido e inmóvil, como una tablilla en la que la vida inscribe su crónica. 

No obstante, la «tablilla» se mueve con los dedos que escriben, como el río fluye junto con las ondas del agua, de modo que la memoria es como una crónica escrita en el agua, no una crónica con caracteres grabados, sino con olas a las que otras olas, llamadas sensaciones y hechos, ponen en movimiento. La diferencia entre el «Yo» y «yo» es en gran medida una ilusión de la memoria. En realidad, el «Yo» es de la misma naturaleza que «yo». Forma parte de todo nuestro ser, de la misma manera que la cabeza forma parte del cuerpo. Pero si no se comprende esto, el «Yo» y «yo», la cabeza y el cuerpo, se sentirán en desacuerdo. El «Yo», al no comprender que también forma parte de la corriente de cambio, intentará encontrar sentido al mundo y la experiencia, tratando de fijarlos. 


Tendremos entonces una guerra entre la conciencia y la naturaleza, entre el deseo de permanencia y el hecho del flujo. Esta guerra debe ser totalmente fútil y frustrante —un círculo vicioso— porque es un conflicto entre dos partes de la misma cosa. Debe conducir al pensamiento y la acción en unos círculos cada vez más rápidos que no van a ninguna parte, pues cuando dejamos de ver que nuestra vida es cambio, nos enfrentamos a nosotros mismos y nos volvemos como Ouroboros, la serpiente desorientada, que trata de morderse su propia cola. Ouroboros es el símbolo perenne de todos los círculos viciosos, de todo intento de dividir nuestro ser y hacer que una parte conquiste a la otra.

Por mucho que luchemos, la «fijación» nunca dará sentido al cambio. La única manera de hacer que el cambio tenga sentido consiste en sumergirse en él, moverse con él, participar en el baile. 

Alan Watts. La sabiduria de la inseguridad. Ed. Kairos.