Desde el principio debe ser evidente que existe una contradicción en el deseo de tener una seguridad perfecta en un universo cuya misma naturaleza es lo momentáneo y la fluidez, pero la contradicción va un poco más allá del mero conflicto entre el deseo de seguridad y el hecho del cambio. Si quiero estar seguro, es decir, protegido del flujo de la vida, tengo que estar separado de la vida. No obstante, esta misma sensación de estar separado es lo que me hace sentir inseguro. Estar seguro significa aislar y fortalecer el «Yo», pero es precisamente la sensación de ser un «Yo» aislado lo que hace que me sienta solo y amedrentado. En otras palabras, cuanta más seguridad puedo obtener, más quiero todavía.
Para decirlo de un modo más sencillo: el deseo de seguridad
y la sensación de inseguridad son una y la misma cosa. Retener
el aliento es perderlo. Una sociedad basada en la búsqueda de
seguridad no es más que un concurso de retención del aliento en
el que cada uno está tenso como un tambor y morado como una
remolacha.
Buscamos esta seguridad fortificándonos y encerrándonos de innumerables maneras. Queremos la protección de ser «exclusivos» y «especiales», tratamos de pertenecer a la iglesia más segura, la mejor nación, la clase más alta, el grupo apropiado y la gente «bien». Estas defensas llevan a divisiones entre nosotros, y así, a más inseguridad que exige más defensas. Desde luego, todo esto se hace en la creencia sincera de que tratamos de hacer las cosas adecuadas y vivir del mejor modo posible; pero también esto es una contradicción.
Sólo puedo pensar seriamente en tratar de vivir de acuerdo con un ideal, para mejorarme, si estoy dividido en dos. Tiene que haber un «Yo» bueno que va a mejorar al «yo» malo. El «Yo», que tiene las mejores intenciones, tratará de enderezar al «yo» díscolo, y el forcejeo entre los dos recalcará en gran manera la diferencia entre ellos. En consecuencia, el «Yo» se sentirá más separado que nunca, y se limitará a aumentar los sentimientos de soledad y desconexión causantes de que el «yo» se comporte tan mal.
Buscamos esta seguridad fortificándonos y encerrándonos de innumerables maneras. Queremos la protección de ser «exclusivos» y «especiales», tratamos de pertenecer a la iglesia más segura, la mejor nación, la clase más alta, el grupo apropiado y la gente «bien». Estas defensas llevan a divisiones entre nosotros, y así, a más inseguridad que exige más defensas. Desde luego, todo esto se hace en la creencia sincera de que tratamos de hacer las cosas adecuadas y vivir del mejor modo posible; pero también esto es una contradicción.
Sólo puedo pensar seriamente en tratar de vivir de acuerdo con un ideal, para mejorarme, si estoy dividido en dos. Tiene que haber un «Yo» bueno que va a mejorar al «yo» malo. El «Yo», que tiene las mejores intenciones, tratará de enderezar al «yo» díscolo, y el forcejeo entre los dos recalcará en gran manera la diferencia entre ellos. En consecuencia, el «Yo» se sentirá más separado que nunca, y se limitará a aumentar los sentimientos de soledad y desconexión causantes de que el «yo» se comporte tan mal.
Difícilmente podemos empezar a considerar este problema si
no queda claro que el ansia de seguridad es en sí misma dolorosa
y contradictoria, y que cuanto más la buscamos, más dolorosa
resulta. Esto es cierto para todas las formas en que pueda
concebirse la seguridad.
Uno quiere ser feliz y olvidarse de sí mismo, pero cuanto más lo intenta, tanto más recuerda al yo que quiere olvidar; quiere huir del dolor, pero cuanto más se debate para librarse de las sensaciones dolorosas, más se inflaman éstas; tiene miedo y quiere ser valiente, pero el esfuerzo para ser valiente es el temor que trata de huir de sí mismo; quiere la paz de espíritu, pero el intento de apaciguarlo es como tratar de sosegar las olas con una plancha para ropa.
Uno quiere ser feliz y olvidarse de sí mismo, pero cuanto más lo intenta, tanto más recuerda al yo que quiere olvidar; quiere huir del dolor, pero cuanto más se debate para librarse de las sensaciones dolorosas, más se inflaman éstas; tiene miedo y quiere ser valiente, pero el esfuerzo para ser valiente es el temor que trata de huir de sí mismo; quiere la paz de espíritu, pero el intento de apaciguarlo es como tratar de sosegar las olas con una plancha para ropa.
Todos estamos familiarizados con esta especie de círculo
vicioso en forma de preocupación. Sabemos que preocuparnos es
fútil, pero seguimos haciéndolo porque el hecho de llamarlo fútil
no lo impide. Nos preocupamos porque nos sentimos inseguros y
queremos la seguridad. Sin embargo, es perfectamente inútil
decir que no deberíamos querer la seguridad. Aplicar insultos a
un deseo no sirve para librarse de él. Lo que hemos de descubrir
es que no existe la seguridad, que buscarla es doloroso y que
cuando imaginamos haberla encontrado, no nos gusta. En otras
palabras, si podemos comprender realmente lo que buscamos —
que la seguridad es aislamiento y lo que nos hacemos a nosotros
mismos cuando la buscamos— veremos que no la queremos en
absoluto. Nadie tiene que decirnos que no hemos de retener el
aliento durante diez minutos. Sabemos que no nos es posible
hacerlo y que el intento sería de lo más desagradable.
Lo principal es comprender que no hay ninguna seguridad.
Uno de los peores círculos viciosos es el problema del
alcohólico. En muchísimos casos, sabe que se está destruyendo,
que, para él, el licor es un veneno, que detesta realmente estar
borracho y hasta le disgusta el sabor del licor. Y, sin embargo,
bebe, puesto que, por mucho que le desagrade, la experiencia de
no beber es peor, le sume en los «horrores», porque se encuentra
cara a cara con la inseguridad básica y desvelada del mundo.
En eso radica el meollo del asunto. Enfrentarse a la seguridad no significa comprenderla. Para comprender la inseguridad no hay que enfrentarse a ella, sino incorporarla a uno mismo. Es como el relato persa del sabio que llegó a las puertas del cielo y llamó. Al otro lado, la voz de Dios le preguntó: «Quién está ahí?», y el sabio respondió: «Soy yo». La voz replicó: «En esta Casa no hay sitio para ti y para mí». El sabio se marchó y pasó muchos años meditando profundamente en esta respuesta. Volvió al cielo por segunda vez, la voz le hizo la misma pregunta y de nuevo el sabio respondió: «Soy yo.» La puerta siguió cerrada. Al cabo de unos años volvió por tercera vez y, cuando llamó a la puerta, la voz le preguntó una vez más: «Quién está ahí?» Y el sabio gritó: «¡Eres tú mismo!». La puerta se abrió.
En eso radica el meollo del asunto. Enfrentarse a la seguridad no significa comprenderla. Para comprender la inseguridad no hay que enfrentarse a ella, sino incorporarla a uno mismo. Es como el relato persa del sabio que llegó a las puertas del cielo y llamó. Al otro lado, la voz de Dios le preguntó: «Quién está ahí?», y el sabio respondió: «Soy yo». La voz replicó: «En esta Casa no hay sitio para ti y para mí». El sabio se marchó y pasó muchos años meditando profundamente en esta respuesta. Volvió al cielo por segunda vez, la voz le hizo la misma pregunta y de nuevo el sabio respondió: «Soy yo.» La puerta siguió cerrada. Al cabo de unos años volvió por tercera vez y, cuando llamó a la puerta, la voz le preguntó una vez más: «Quién está ahí?» Y el sabio gritó: «¡Eres tú mismo!». La puerta se abrió.
Comprender que no hay seguridad es mucho más que estar
de acuerdo con la teoría de que todas las cosas cambian, más
incluso que observar la transitoriedad de la vida. La noción de
seguridad se basa en la sensación de que hay en nosotros algo
que es permanente, algo que se mantiene inmutable a través de
los años y los cambios de la vida. Nos esforzamos para asegurar
la permanencia, la continuidad y la seguridad de ese núcleo
duradero, ese centro y alma de nuestro ser que llamamos «Yo»,
pues creemos que eso constituye el hombre auténtico, el que
piensa nuestros pensamientos, el que siente nuestros
sentimientos y el que conoce nuestro conocimiento. No
comprenderemos realmente que la seguridad es una quimera
hasta que nos demos cuenta de que ese «Yo» no existe.
La comprensión tiene lugar a través de la conciencia. ¿Podemos entonces abordar nuestra experiencia, nuestras sensaciones, sentimientos y pensamientos, con toda sencillez, como si nunca los hubiéramos conocido hasta ahora, y, sin prejuicios, observar lo que sucede? Quizá se pregunte usted: «¿Qué experiencias, sensaciones y sentimientos debemos observar?» Y yo responderé: «¿Cuáles puede usted observar?» La respuesta es que debe observar aquellos que tiene ahora.
Sin duda esto es bastante evidente, pero con frecuencia las cosas muy evidentes se pasan por alto. Si un sentimiento no está presente, no somos conscientes de él. No hay más experiencia que la presente. Lo que sabemos, aquello de lo que tenemos realmente conciencia, es sólo lo que está sucediendo en este momento, y nada más.
La comprensión tiene lugar a través de la conciencia. ¿Podemos entonces abordar nuestra experiencia, nuestras sensaciones, sentimientos y pensamientos, con toda sencillez, como si nunca los hubiéramos conocido hasta ahora, y, sin prejuicios, observar lo que sucede? Quizá se pregunte usted: «¿Qué experiencias, sensaciones y sentimientos debemos observar?» Y yo responderé: «¿Cuáles puede usted observar?» La respuesta es que debe observar aquellos que tiene ahora.
Sin duda esto es bastante evidente, pero con frecuencia las cosas muy evidentes se pasan por alto. Si un sentimiento no está presente, no somos conscientes de él. No hay más experiencia que la presente. Lo que sabemos, aquello de lo que tenemos realmente conciencia, es sólo lo que está sucediendo en este momento, y nada más.
Alan Watts. La sabiduria de la inseguridad. Ed. Kairos.