Hemos vivido con la certeza de que lo que era bueno para nosotros sería bueno para el mundo. Y hemos basado esta certeza en otra aún más endeble según la cual realmente podíamos llegar a comprender lo que era bueno para nosotros. Todas las amenazas que entrañaban tales certezas se han cumplido conforme hacíamos del orgullo y la codicia personal los criterios que nos guiarían para tratar con el mundo, para desgracia del mundo y de las criaturas que lo habitan. Y ahora, tal vez ya demasiado tarde, se nos hace evidente que hemos cometido un error enorme. No sólo la propia creatividad humana -nuestra capacidades para la vida- se ha visto asfixiada por una asunción tan arrogante: es la creación misma la que se ahoga.
Nos hemos equivocado. Tenemos que cambiar de forma de vida para que sea posible vivir según el criterio opuesto: que aquello que es bueno para el mundo será también bueno para nosotros. Y eso exige que hagamos el esfuerzo de conocer el mundo y aprender lo que es bueno para él. Debemos aprender a cooperar con sus procesos y a someternos a sus límites. Y aún más importante, debemos aprender a reconocer que la creación está preñada de misterio, que nunca llegaremos a entenderla por completo. Dejar a un lado la arrogancia y abrirnos al asombro. Recuperar la noción de majestad a la hora de observar la creación y la capacidad de venerar su existencia. No me cabe ninguna duda de que sólo mediante la humildad y la reverencia ante el mundo nuestra especie logrará seguir habitándolo. (...)
Tras más de treinta años me he dotado por fin de la franqueza necesaria para llegar a esta parte del mundo, tan llena de mi propia historia y tan agraviada por ella, y preguntar: ¿qué es este lugar?, ¿qué hay en él?,¿cuál es su naturaleza?, ¿cómo deberían vivir en él los hombres?, ¿qué debo hacer yo? (...)
Gran parte de los intereses y las emociones que pueblan hoy mi vida proceden de la decisión de forjar, desde mi regreso, una relación más profunda con este lugar. Pues, pese a todo lo que me ha ocurrido en otros sitios, el gran cambio y la gran posibilidad de cambio me ha llegado cuando me he dedicado a conocer éste. Tal vez la diferencia fundamental sea sólo la capacidad de estar totalmente presente en él, con todo mi ser. Puedo sentarme en silencio al pie de alguno de los árboles que habitan este lugar y sentir una profunda paz, una paz que no hace mucho era incapaz de concebir siquiera. Esta paz procede en parte de que me he librado de un pensamiento que durante la mayor parte de mi vida me había perseguido: la sensación de que, estuviera donde estuviera, debía estar en algún otro sitio donde podría sentirme mejor, ser más feliz. (...)
Pero lo importante son las preguntas. En última instancia, carecen de respuestas. Son parte de la necesaria reinstauración de la humildad, el ejercicio de enseñarle a un hombre qué es lo importante, cúal es su responsabilidad y cúal es su lugar, tanto sobre la tierra como en el orden natural de las cosas. Y aunque las respuestas nos alcancen siempre desdibujadas y fragmentarias, hay que formularlas. Son preguntas fértiles. En sus lógicas y sus consecuencias, son preguntas éticas y estéticas y, en el mejor y más pleno de los sentidos, prácticas. Prometen una relación de cuidado y decencia con el mundo. (...)
Mi reflexión, por tanto, es la siguiente: si ponemos nuestras mentes a trabajar de forma directa y competente sobre las necesidades de la tierra, estaremos realizando cambios fundamentales. Empezaremos a desconfiar del delpilfarro en que se basa esta economía, que comercia no sólo con los productos de la tierra, sino también con la capacidad de ésta para producir; empezaremos a entenderla y, a partir de ahí, a cambiarla. Veremos que la belleza y la utilidad dependen por igual de la salud del mundo. Y nos resultarán evidentes las modas y la vacuidad que a veces rigen los sucesivos movimientos contestatarios. Veremos que la guerra y la opresión y la contaminación no pueden aislarse, que son consecuencias de una misma mentalidad. Entre las proclamas por la liberación de un grupo u otro, comprenderemos que nadie es libre salvo en la libertad de los demás, y que la única libertad es el conocimiento de nuestro lugar en el orden de la creación y la fidelidad hacia éste: un lugar mucho más humilde de lo que nos han enseñado a creer. (...)
Los principios de la ecología, tomados seriamente, deberían hacernos comprender que nuestras vidas dependen de otras vidas y otros procesos y energías en un sistema trabado que, aunque lo podamos destruir, nunca comprenderemos o controlaremos por completo. Ésa es, precisamente, la mayor amenaza a la que lo hemos sometido: atrapados en las redes de una economía egoísta, miope, hemos estado dispuestos a cambiar y destruir mucho más de lo que llegamos a entender. No somos lo suficientemente humildes, no sentimos suficiente respeto.
El fuego del fin del mundo. Wendell Berry.
Errata naturae editores, 2020. ISBN: 978-84-17800-46-8